SIN LUGAR PARA PERDEDORES
Hace muchísimos años, durante una tarde de otoño, se disputó un partido.
Parque Ameghino fue escenario del recordado encuentro. Juan Carlos, a quién
apodaban "El Diez" era la
figura estelar de la cancha, había convertido cuatro goles (solo en el primer
tiempo). Sus compañeros no ahorraban elogios, la hinchada se rendía a sus pies,
entre ellos estaba Raquel, su novia, que no paraba de tirarle besos a
distancia.
Sus rivales no tomaban a bien el hecho de recibir una goleada y menos
soportaban la buena fortuna de Juan Carlos, a quién consideraban un imbécil de
pies a cabeza a pesar de su innegable talento. El capitán del equipo rival
reunió a sus compañeros en círculo, pidió a gritos un cambio de mentalidad. No
solo era cuestión de poner huevos y remontar el resultado adverso sino darle un
tratamiento especial a Juan Carlos.
Según el capitán si eliminaban al talentoso diez de la ecuación el partido
se resolvía fácil. Uno sugirió contaminarlo, otro que había que ir directamente
a los tobillos, romperlo sin piedad, otro más sensato se limitó a decir que lo
marcaran bien, que no le dejen espacio para jugar, éste apenas fue escuchado.
La idea de la contaminación despertó el interés del capitán, terminó
optando por esta. El cerebro detrás del plan, un joven pecoso de rulos, sacó de
su mochila un blister de Valium.
"Hay que picar esto rápido muchachos" indicó, los muchachos se
pusieron manos a la obra. Pulverizaron todas las pastillas hasta dejarlas
hechas polvo, luego el pecoso pidió una botella de agua, se la dieron,
introdujo todo el polvo en la botella y empezó a batir. "Esto nos dará la
gloria" expresó maliciosamente, y agregó: "solo necesitamos un
cómplice externo". El capitán respondió que su hermanito menor se
encontraba en la hinchada, que él podía colaborar.
El segundo tiempo comenzó y rápidamente Juan Carlos, de chilena, anotó
otro gol, el quinto en su cuenta personal, dejando a los suyos con una
amplísima ventaja (a priori irremontable). Pero Juan Carlos, que no paraba de
transpirar, exclamó: "¡una botellita de agua por favor!". Con gran
celeridad se acercó el hermanito del capitán rival, ¿quién podía sospechar de
un niño? El Diez agradeció el gesto, hizo fondo blanco y regresó al juego.
Poco pasó y el rendimiento del diez decayó. Se sintió mal, mareado,
vomitaba a diestra y siniestra, ya no corría: literalmente se arrastraba, un
espectáculo vergonzoso. Tendido en el césped extendió sus brazos, pidió a
gritos que lo sacaran de la cancha. Sus compañeros lo llevaron en andas, Raquel
entristecida no paraba de soltar lágrimas, la hinchada se volvió un velorio.
Los rivales festejaban el éxito de su plan, aquella tarde lograron
empatar épicamente el partido, la cosa se definió por penales, perdieron.