sábado, 13 de octubre de 2018

EL CID CAMPEADOR

Me da un poco de vergüenza contar esto, porque a decir verdad es algo excepcional, jamás me había pasado y espero que nunca me vuelva a pasar.

Antes quiero decirles que de muy chico tenía una gran afición por los planos, me fascinaba mirar el mapa de las ciudades con sus recorridos, memorizaba todos los nombres de las calles, las estaciones de los trenes y demás. Por ese tiempo mi libro favorito era la famosa "Guía T" con los planos de la Ciudad de Buenos Aires y alrededores, porque no sé si saben pero en mi época de "pendejo" (diez años atrás, un poco más) no existía Google Maps, ahora si alguien se desorienta con la tecnología actual es muy imbécil la verdad. Quizás ustedes no sepan de la existencia de dicha guía, aunque algún mayor de su familia seguramente tenga una guardada llenándose de polvo y telarañas. 

Como decía: tanto me fascinaban los planos de las calles, los recorridos de los trenes, subtes y colectivos que mi vieja pensaba que iba a terminar decantándome por la arquitectura o alguna carrera relacionada al urbanismo; al final seguí otra cosa que no viene al caso mencionar.

Llegó un momento en que me creí un GPS humano, capaz de orientar a cualquier persona si ésta estaba perdida. Sabía el nombre de casi todas las calles de la ciudad, te podía ubicar cualquier barrio, cualquier locación que se te ocurra, me sabía los recorridos de cualquier bondi. Alguna vez tuve que guiar a un grupo de amigos a la casa de otro amigo que vivía en uno de los lugares más recónditos y horribles del conurbano bonaerense, donde las calles de tierra eran la norma y el pavimento brillaba por su ausencia. Pero esa es otra historia.

Dije que me creía un GPS humano, hasta que un día... me perdí.

Dije que con la tecnología actual si te perdías eras un imbécil, bueno podría decirse que lo fui (al menos un rato).


Ocurrió que... a ver, ¿como decirlo? Tenía que perder tiempo, con lo que eso significa: tenía que perder tiempo caminando por ahí. No es que me esté volviendo loco, pero tenía que perder tiempo. Había acudido a un local ubicado en una galería en Caballito para comprarme una vestimenta. Todo normal hasta ahí. Hay una cuestión importante: me había ausentado de la facultad o como se dice coloquialmente: me hice la rata (tampoco lo que se dictaba era muy importante aquel día). Así que decidí emprender una caminata para gastar tiempo. El tiempo a perder estimado era entre una hora y una hora y media, para así lograr disimularle a mi familia que era buen alumno, que jamás osaría salirse con la suya faltando a clases; poniéndole un happy ending a la jornada.  

Mi plan consistía en ir desde Caballito, lugar donde me encontraba -Av. Rivadavia y Acoyte o estación Acoyte del subte, para ser más gráfico- hasta Parque Centenario. No era un trayecto tan largo, aunque se estaba haciendo de noche, eran las 19:00 en un día de invierno. Empezaron los problemas: mi celular se apagó, se le había agotado la batería. No tenía tiempo para lamentarme por no haberlo cargado al 100%,  "si hubiera activado el modo ahorro de energía..." pensé después, subestimé la situación.

El clima no me estaba jugando a favor y por más temerario que uno quisiera ser me estaba cagando de frío, mi cara estaba tan fría como la de un cadáver. Desde Acoyte hasta la avenida Díaz Vélez donde tenía que doblar eran como diez cuadras, y la caminata se me hacía pesada. En una parte del trayecto me topé con un niño que me pedía dinero de manera descortés y no paraba de seguirme hasta que mi indiferencia lo obligó a dejar de hacerlo (caso contrario lo RE-CAGABA a trompadas posta -créanme-, a mi hermano menor le hago eso). 

Lo importante en este tipo de situaciones es mantenerse calmo y seguro de uno mismo, mientras sea así no debes preocuparte por nada. Porque se supone que sabés lo que hacés, que tenés todo bajo control. Así me sentía (o pretendía sentirme). Para cuando llegué a Parque Centenario miré mi reloj: había pasado media hora aproximadamente. Me adentré en el parque. Uno piensa que en una de esas se adentra a una nueva aventura, pero en general no sucede nada fuera de lo ordinario, un poco de gente por acá, un poco por allá, cada uno en la suya. Tampoco daba acercarse al lago y ver como descansan los patos y los peces, esas cosas se hacen de día y si es posible acompañado por alguien (amigo, novia, familiar) así no quedás tan afeminado a ojo de terceros.

Lo que sí me interesó es que habían puestos de venta de libros y justamente me puse a recorrer los puestos, echando una ojeada a cuanto libro que me interesase. Igual no terminé comprando nada porque el dinero que tenía ya había sido gastado en la dicha vestimenta. Lo único que tenía acumulado eran monedas (y pagar con monedas es bien, pero bien, de pobre).

Durante mi periodo en el parque habían pasado quince minutos, bastante bien, sumado a los otros treinta daban: 45 minutos despilfarrados, la cosa marchaba según el plan.

Como ya no tenía nada que hacer o mejor dicho: no se me ocurrió ninguna otra cosa para hacer en el parque me fui de ahí. ¿Y ahora qué, cómo sigo?  Entonces: ¡Eureka! Era una idea algo estúpida pero que juzgué necesaria para completar la misión satisfactoriamente. Piénsenlo bien: básicamente era volver por el mismo camino a Caballito, con eso perdía el tiempo que faltaba.

Parecía sencillo, pero todo lo contrario. Para los que no conocen Parque Centenario, les comento que es un área circular. Esto quiere decir que debés saber muy bien por donde andás porque te podés marear, tomar el camino erróneo he irte a cualquier parte. Yo pensé que había agarrado la esquina correcta y me mandé nomas a paso firme y seguro. Como era de noche mucho no me di cuenta al principio, a medida que pasé un par de cuadras empecé a dudar de mi decisión, mi inútil arrogancia pudo más y seguí con aire despreocupado; como si por obra y gracia del destino algo me terminaría depositando donde quería.

Luego de caminar tanto en vano, fui embestido por la cruda realidad, sabía que me había mandado cualquiera. Me topé con una intersección de avenidas, donde en medio de estas se erigía un monumento de un tipo montado en un caballo mientras sostiene una lanza. Cuando mi cabeza hizo clic, me di cuenta. Como a pesar de todo soy un tipo con calle, sabía que me encontraba en la zona conocida como Cid Campeador, y el jodido monumento indicaba que me había desviado bastante de mi destino, lo que me causó una gran zozobra. Nunca había estado allí, lo tenía visto por un par de viajes en bondi, nada más. El reloj marcaba las nueve horas.

Monumento del Cid Campeador (Bs. As.)

Más allá de algunos insultos internos sumado a ciertas ganas de darme una patada, resolví rápidamente volver para atrás (sí, la vieja confiable) ya que no quería andar perdido más tiempo. Era mejor volver sobre mis pasos hasta regresar a Parque Centenario y ahí de una buena vez por todas agarrar para Rivadavia y Acoyte. Esta vez no se permitirían más cagadas. 

Dije lineas atrás que había sido embestido por la cruda realidad, ¿no? Bueno lo que me sucedió a continuación fue como si ésta me embistiera pero elevada a la millonésima potencia. Dénse una puta idea: de repente como por arte de magia, salido de no sé donde se me aparece un... ¿como describirlo? ¿Sub-humano? Sería delirar demasiado, y no corresponde. 

Era un mendigo, bueno sí y no, creo (y remarco: creo) que era mujer, por lo que sería una mendiga, pordiosera, linyera, como quieran llamarle. ¿Y que podría tener de espeluznante? Pues el aspecto era completamente repulsivo, estaba toda de negro, con un olor putrefacto que podía ser percibido a kilómetros y aún así causarle nauseas a cualquier transeúnte. El pelo lo tenía largo -parecían rastas-, imaginé que se le había hecho una plasta de tanto tiempo sin higienizarse, tenía la cara toda sucia ni ojos podías advertirle; además marchaba con dificultad arrastrando un pie cual zombi. Era como salida del set de la famosa escena de Mulholland Drive de David Lynch. Solo que esto sucedió de noche, con lo que irradiaba un aura más terrorífico. Balbuceaba cosas ininteligibles, alguna lengua muerta, vaya uno a saber...  De verlo a cierta distancia, con lo abrumado que estaba me hubiera tragado el hecho que venía El Depredador directo a matarme. 

Y lo que menos me causó fue repulsión sino miedo, literalmente miedo. Mientras se aproximaba me hice a  un lado por acto reflejo, casi me tropiezo por pisar mal. Estaba sudando; alzó su mano hacia mi lado, pensé que quería tocarme, aunque solo era para darme un trozo de papel de diario qué no sé por qué tomé sabiendo de quién venía, lo dejé caer. Aquella entidad siguió de largo nomas, desvaneciéndose en la oscuridad. El susto que me pegué...

Proseguí con mi misión, dejé atrás lo ocurrido, me concentraba solo en regresar, y abstraerme del resto. Recordé que en mi camino de ida al Parque Centenario cuando todavía me encontraba en la avenida Acoyte había visto un póster de una de esas películas basura que se hicieron saga y cada versión nueva es más soporífera que la anterior y encima tienen el descaro de venderla como diversión para toda la familia. Protagonizada por un grupo de cómicos en decadencia y con un par de mujeres sexys en el elenco, creo que la estrategia comercial es que si no te vas reír al menos te vas a poder clavar una paja, ahí en la sala de cine... delante de tu esposa e hijos, con tu gorda humanidad.

Y el colmo es que dicho póster me salvó de mi infortunio. De vuelta en el parque cuando no sabía bien para qué lado agarrar divisé el anuncio de aquella película de mierda y respiré aliviado, al fin. Ahora caminaba por la senda correcta. Llegué a Acoyte sin más inconvenientes. Arribé al subte, volví a mi hogar aunque había perdido más que una hora y media en toda esta odisea, llegué más tarde lo normal, fueron casi tres horas de una experiencia alienante.


Si preguntan por qué en ningún momento opté por tomarme algún bondi, taxi o pedir un Uber para salir del embrollo en que me metí, bueno, sepan que los temerarios somos así.



Fin






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