miércoles, 18 de septiembre de 2019

UNA PLÁCIDA TARDE DE VERANO

No es que tenga muerto el blog pero... ehmm... se hace difícil ehmmm... ¿mantener un cierto ritmo de publicación? Sí, eso es. Pasa que como toda persona  joven (vieja no) uno va creciendo, va madurando y lo que antes te parecía entretenido de hacer ahora no lo es. Lo cual significa: que publicar las mismas boludeces de antaño ya no me parece cool, hay que reinventarse, no se puede ser adolescente para siempre. Ahora soy "post-adolescente", y como tal uno va siendo más selecto en lo que quiere compartir, y eso te puede comer mucho tiempo, en mi caso bastante.  

A fines del año pasado escribí una historia media de casualidad, ni siquiera sé por qué se me ocurrió, lo único que pretendía era que fuese algo corto, sencillo y directo que provocara una reacción inmediata (negativa o positiva, da lo mismo). Que no se extendiera a más de 400 palabras (dicho de otra manera: que no abarcara más de una página). Y lo logré. Una vez que tuve la historia terminada lo primero que hice fue enviársela a un amigo para que me diera su impresión. Pero como éste amigo es  de esos que no te leen nada que contenga mas de dos lineas me respondió que no lo molestara. Se lo envié a otro, que tampoco es de leer, pero lo persuadí diciéndole que mi texto era ideal ya que era bien corto y que solo le tomaría unos minutos, y parece que con cierta resignación lo leyó, me dijo algo así como que no entendía mucho, que debía estar muy al pedo como para compartirle algo así. 

Como ven muchachos no tengo amigos que aprecien el hermoso placer de la lectura. Así que esta historia va para ustedes, sino les gusta se joden, es imposible que no les guste, yo ejercí como mi propio editor y la pulí de tal manera que puedo considerarla una historia PER-FEC-TA. 





Una plácida tarde de verano
by yo


Le tuve que pedir perdón a Marta ya que Daniel, el hombre sin piernas, se había presentado de manera sorpresiva en casa. ¿Cómo carajos hizo? No divisé ningún auto alrededor (a excepción del mío) y de haber venido en uno se hubiera escuchado yo lo hubiera escuchado, vivo en el enclave más silencioso del pueblo, lejos de todo el caos sonoro.  ¿Transporte público quizás? Difícil, el más próximo lo dejaría a kilómetro y medio de mi domicilio. No quise seguir escarbando en aquel misterio porque sinceramente de solo imaginarlo me daba asco.                           


La inesperada visita quería hablar: hablar sobre negocios y otros asuntos tediosos (asuntos que intentaba dejar de lado un fin de semana). Marta, mi mujer, casi se desmaya, la hice sentar en el sofá y traté de calmarla dándole un vaso de agua fría. Luego de unos segundos de estar dubitativo cerré la puerta bruscamente y le grité a Daniel que por favor se presentase en otro momento; que no jodiera una plácida tarde de verano. 


Pero un par de minutos después no pude evitar sentir cierta lástima por el pobre infeliz. Eché una mirada por el ojo de la cerradura. Ahí estaba nomás, arrastrándose como resignado en el amplio porche rumbo a las escalinatas, esforzándose en un mundo que le era adverso, todavía le quedaba un largo trecho a su odisea. Me recosté junto a la puerta y me dejé caer lentamente con la vista clavada en el techo; rememoré un sabio consejo de mi difunto padre: “La tolerancia es una virtud. Trata de entender de dónde viene cada persona, piensa que no todos tuvieron la misma suerte que tuviste tú”. Por aquella época era un muchacho maleducado. 


“Quizás debería ayudarlo a salir… además debo cerrar la verja” pensé. Mi remordimiento duró un ratito, luego me eché un pedo, uno imposible de reprimir; había olvidado el asunto. Marta se había recompuesto y retomamos nuestras actividades interrumpidas por esa “pequeña” situación incómoda: ella recostada en la cama mirando la televisión mientras gozaba de mis estimulantes masajes de pies. Cada tanto le contaba un chiste, generalmente chistes ofensivos sobre alguna minoría. Lo de siempre. Lo normal.


FIN